El pesebre donde se debatía lo político estaba adornado con potentes haces de luz, cámaras a porrillo y hombres de andar rápido. Marcaban las diez de la noche, la hora seria en la que las televisiones tenían, por fin, carta libre para todo lo que se meneara menos el sexo, más faltaría.
En esa franja, estaba lo mío planificado. Lo mío y lo suyo, mi adversario, mi enemigo, al que no debía sonreír si no fuera para mostrar exultación, superioridad, liderazgo y una retahíla de adjetivos recomendados por mis asesores de imagen.
Mis secuaces me miraban desde la parte oscura del platón, esa que nunca es perceptible por el espectador, esa que engaña y mutila lo ideal de ese debate de suelos aseados y brillantes, con fondos dignos de las mejores casas de interiorismo. Porque donde la política habla, donde las ideas deberían ser lanzadas con lanzamisiles a los televidentes, en esas precisamente, es donde la imagen copa cuatro terceras partes. Los compañeros de equipo ultimaban las estrategias de ataque y derribo al adversario, ese con el que antes solía compartir dosis de cafeína en el Bar Vero. Ese que un día se llamaba Benjamín y ahora Sr. Núñez. Ahora eran otros tiempos, tiempos de guerra, uno de cuatro años redoblaban los tambores, las navajas se afilaban, y todo el aparato armamentístico se preparaba para noquear al contrario. O tú o yo, era la consigna que todos llevaban tatuada en el cerebro.
En el justo instante precedente a la pronunciación de la última vocal de mi apellido por parte del presentador, entré en el plató. Debía acercarme el público, a la calle, y eso significaba andar rápido, como dinámico y alegre, pero era en realidad, a mi parecer, como si yo también participara del estrés de la calle que ahoga a la mayoría de la gente. Ese bonito y cotidiano estrés que hace que después los duelos políticos a cuatro asaltos de griterío sean mucho más populares que los programas de los partidos. Por el contrario, él entró templado, sereno, sin prisa, mostrando que era un hombre, con tablas, que había algo más tras su postura amistosa. Todo era de libro, qué digo de libro, de show, porque esto era un show. Un show de imagen, digamos como un casting donde se te pide que des el pego. Y en esas andaba él, siempre dando el pego, siempre vigilando donde posaba la mano, vigilando su tono, sus palabras, vigilando el parpadeo ocasional de su ojo izquierdo, vigilando su traje, vigilando su pasado, su vida, su mujer, sus hijos, sus amistades, su gallardía, su convicción, su porte, cualquier cosa que se preciara de dar una u otra impresión al señor votante, o sea todas. Porque el votante era un ser de palomitas, al que el Gran Hermano ya aburría y ahora decidía votar al más majo, de político digo.
¿Era en realidad un debate? Sí. No. A ver, en el estrato teórico era un debate. Así lo decía el título del programa. En el real era una merienda de negros. Los negros chamuscados de mi y su partido que bailaban al son de una sola ideología: ansiar el poder a costa de lo que fuera. De modo que nos pusimos a enfatizar nuestros discursos. Apareció básicamente el tema de la economía, adornado con un poco de política exterior, la sanidad pasó de refilón e incluso hubo un poco de tiempo para poner la banderilla con la ecología como me habían recomendado. Eran en realidad, nuestros discursos, el suyo y el mío, los de dos partidos enfrentados, en principio de izquierda y derechas, pero era un secreto a voces que las diferencias eran nimias. Las directrices mandadas desde los asesores, los consejeros, los compañeros de partidos y el rosario de personas, hacía que fuera yo predicando enfundado en mi traje de robot. Sin apenas fuerza para osar improvisar un poco con alguna ocurrencia mía. Al otro mandado de alto standing, mi adversario, le ocurría más de lo mismo, y así íbamos los dos, cronometrados en nuestra plática para que nadie dentro del programa fuera acusado de partidismo.